Contra el ángulo oscuro

Por Noemí Sabugal

Cuando ya estaba débil para aguantar un concierto de pie, le ponían una silla en el escenario. Sentada, con un traje a rayas de hombre y un sombrero de vaquero, cantaba. La acompañaban entonces músicos jóvenes, que la admiraban y también la temían, por su carácter áspero. Big Mama Thornton murió demasiado pronto y demasiado deprisa.

 

Es un lugar común romantizar la pobreza de los artistas. Esa historia para Big Mama Thornton comenzaría así: una casa con muchos hermanos y una madre muerta; una adolescente sola frente al mundo y una serie de trabajos mal pagados, de esos que sólo quedan bien si se cuenta un cuento triste: limpiar escupideras en un bar, recoger desperdicios subida a un camión de la basura, lustrar zapatos en un puesto en la calle. Mucha gente ha tenido estos oficios y no ha quedado nada sobre ellos, pero sí recordamos a Big Mama Thornton. Por su talento y por su empeño en vivir de y por la música hasta el final. Su vida no es sólo un cuento triste, es mucho más, porque hacer aquello que se quiere y que se sabe hacer es todo un logro.

 

La pobreza no tiene nada de romántico y ha impedido que hayamos llegado a conocer a muchos artistas. A músicos y escritores y pintores y cineastas que se han quedado en el camino, que se volvieron a aislar en el mundo de sus sueños, como escribe Natalia Ginzburg, o en un trabajo cualquiera que les diese para vivir, «un trabajo asumido así como así y rápidamente, y que parecía pequeño y gris». Una cosa es desear algo y otra es desearlo tanto como para ser capaz de abandonar otros caminos más fáciles de recorrer. No hay por qué renunciar a todo, pero cuanto más alta es la apuesta, mayor es el riesgo.

 

Escribí Una chica sin suerte, mi historia sobre Big Mama Thornton, sin ninguna esperanza pero sin desesperar. No preveía ningún revuelo por la publicación de una novela protagonizada por una cantante que casi nadie conocía, y no lo hubo, pero sí ocurrió que el libro se encontró con unos lectores atentos: la gente de la música. Así fue cómo me vi entre músicos, en festivales, mezclando las palabras con los sonidos de guitarras y baterías, de armónicas y pianos.

 

La asociación Moratalaz Blues Factory, organizadores del Festival de Blues de Moratalaz, unió en este barrio madrileño un concierto de The Lucky Makers con la presentación del libro, y ahí comenzó una inesperada gira literario-musical. Los proyectos tienen nombres y apellidos y está bien nombrar algunos: el de Montse Pratdesaba, Big Mama Montse, presidenta de la Sociedad de Blues de Barcelona; el del guitarrista Gio Yáñez, impulsor del Festival de Jazz de Ponferrada; el de Montse Merino, del espacio cultural y tienda de discos Jazzymas, que me invitó al International Jazz Day de Madrid. En esos sitios y en otros conocí a mucha gente apasionada, con muchos kilómetros recorridos y un buen número de renuncias en el cajón. O de apuestas, según se mire.

 

La pandemia del coronavirus parece haber detenido la vida, pero no ha detenido la música. Ningún músico ha dejado la guitarra bajo la cama, ni ha permitido que el piano esté silencioso y cubierto de polvo en el ángulo oscuro del salón. Los músicos confinados han seguido buscando la nota precisa por las esquinas de sus casas cerradas aunque, como otros artistas, al mirar por la ventana estos días sólo vean nubarrones. Se preguntan cuándo será el próximo concierto, dónde será, cómo. Todos nos lo preguntamos. Tal vez lo único que importa, por ahora, es una respuesta imprecisa: que cuando ocurra, estaremos allí.

 

Noemí Sabugal es escritora, periodista y una buena aficionada al blues y al jazz. Entre su obra literaria se encuentra «Una chica sin suerte» (Ediciones del Viento, 2018) centrada en la figura de la vocalista Big Mama Thornton. En 2019, con el relato «Un gran día en Harlem» (Menoscuarto, 2019), recrea un pasaje de la vida de Mary Lou Williams. Recibió el premio concedido en el Festival de Jazz de Palencia.

Joaquín García Aguado
Fotografía de Joaquín García Aguado

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