El blues del confinamiento

Por Josep Pedro

 Madrid, 23 de mayo de 2020

La expansión global de la pandemia y la declaración del estado de alarma el 14 de marzo de 2020 pusieron todo en jaque. Por primera vez, sentimos, se cuestionaba la primacía absoluta de lo económico debido a la obligación de anteponer la salud y lo sanitario.

 

Mientras muchos trabajadores multiplicaban esfuerzos en primera línea, el mundo empezó a girar más lentamente. Se detuvo el movimiento, el ruido, el griterío. Las medidas de seguridad y la restricción de libertades golpearon duramente muchos de los aspectos más definitorios de nuestras vidas pre-corona, repentinamente contempladas desde un prisma diferenciado y distante. Entre el desconcierto, la confusión y el dolor generalizado de esos días, también logramos recordar y escuchar el silencio, el canto matutino de los pájaros en medio de una paz tensa, rara y sombría.

 

La proyección pública de mensajes positivos se entremezcló con un brebaje de ansiedades, alivios, miedos, rabias y ruinas. Al mismo tiempo, adivinábamos las vidas de los vecinos y el aspecto del día después, quizás imaginando un atisbo de oportunidad o de cambio. La música, en sus múltiples expresiones, se alzó como uno de principales antídotos contra el confinamiento. Un renovado arte y entretenimiento curativo para mantener viva la emoción, mostrarse y compartir la experiencia con los de enfrente. Para combatir el dolor, la soledad, el miedo al silencio o al caos; la imagen de un espacio público vacío y cerrado. También en un medio artístico y comunicativo a través del cual interpelarnos, desahogarnos y poder sentir, o al menos recordar, en co-presencia.

 

Hubo música en balcones, terrazas, redes, whatsapps y webcams. Incluso en telediarios y reality shows, donde hubo conexiones con artistas pop que cantaron desde la intimidad de sus salas de estar. También numerosos montajes con interpretaciones colectivas para transmitir ánimo, desde el popular “Resistiré” a un sinfín de encuentros virtuales entre colegas músicos, también de la escena de blues, que todavía siguen desarrollándose. Pero lo que nos conmovió como sociedad durante unos días, mientras advertíamos el emotivo énfasis de medios y campañas, cada vez es menos noticia.

 

Durante los aplausos de las 20h he estado atento a la música que compartían los vecinos. De lo escuchado, lo más próximo a la cultura del blues fue “Highway to Hell” (AC/DC) y “Agradecido” (Rosendo). La curiosidad me hizo seguir anotando y quedó un repertorio variado dentro del pop y el rock, especialmente orientado a la canción festiva y veraniega. Así, sonaron también “Quiero tener tu presencia”, “Is This Love”, “La vida es un carnaval”, “Despacito”, “Oh Bella Ciao”, “Rolling in the Deep” (remix), “Somewhere Over the Rainbow”, “Al alba”, “Mil campanas”, “Ni tú ni nadie”, “Caminando por la vida”, “Abriendo puertas”, “La gran fiesta”, “Volando voy”, “La bicicleta”, “Livin’ la vida loca”, “Que bonito es querer”, “Festa”, “Mamma Mia”, “Yo quiero bailar”, “A quién le importa”, “A dios le pido”, “La bamba”, “Mambo No. 5”, “Súbeme la radio”, “Y yo sigo aquí”, “Toma vitamina”… Durante estos momentos, cada día ha habido aplausos, cánticos, celebraciones, cumpleaños y peticiones de bises… “¡Una p’acabar!”. Hubo incluso un trompetista que improvisó sobre varias grabaciones.

 

La euforia de la verbena confinada que vislumbraba desde la ventana también ha ido disipándose. La expectación previa se traduce en la rápida y esperada salida a la calle, de acuerdo con los nuevos horarios, aunque todavía suena música –hoy “Mediterráneo” y “Eres tú”; al terminar hay vivas por la sanidad pública. Este fin de semana nos preparamos mentalmente para la nueva fase, para volver a salir a una calle cuya forma está cambiando, en la que recuperaremos más libertad de movimiento y en la que vuelven a abrir las terrazas de los bares. Puede que se respire otro ambiente, pero de momento apenas se capta tras la mascarilla. Como una huella del borroso recuerdo, estas permanecerán como signos de una temporada nefasta, llena de intrahistorias, que todavía perdurará como pesadilla.

 

A la pregunta de si me imagino un mundo sin música –planteada por Moratalaz Blues Factory para estimular la conversación–, debo responder que no. Como aficionado y como investigador, entiendo que por suerte no hay manera ni interés en que desaparezca. Pienso en su naturaleza múltiple, fluida y mutante, capaz de traspasar disciplinas, textos, fronteras, espacios y tiempos; en el modo en que la música nos sirve para conectar con creadores de otras épocas, para desarrollar y alimentar nuestras identidades. Pero pienso también en la realidad de las escenas musicales contemporáneas, especialmente en todas aquellas que, como el blues, toman la música en vivo como base y referente de autenticidad. Hasta ahora esas escenas, construidas colectivamente por distintos actantes, suponían una de las más claras evidencias de la dimensión sociocultural de las músicas populares. Se anclaban en los bares, centros culturales y garitos de pueblos y ciudades, y, al mismo tiempo, se encontraban crecientemente interconectadas con otras partes del mundo.

 

En el caso del blues, el circuito de música en vivo vinculado a la escena de blues constituía un refugio y un contexto de desarrollo, un mundo material y simbólico cuya red de interacciones sostenía, a duras penas, el trabajo, ocio y vida de una pléyade de participantes, desde trabajadores e intérpretes a diferentes tipos de públicos. Duele pensar en las dificultades de tener que recuperar si parte del tejido se rompe, visto que la música en vivo es uno de los sectores más afectados y, desafortunadamente, la pandemia ya ha obligado a cerrar a algunas salas. Por ello, se reclaman ayudas más específicas y una atención especializada a la realidad de las salas y los músicos populares, cuyas trayectorias de años y décadas en el circuito underground –el que mantiene la actividad musical cotidiana de la ciudad– complican mucho la posible aspiración a las ayudas existentes.

 

Como a muchos otros aficionados, también a mí me hubiera gustado disfrutar de un repertorio musical público más amplio o personalizado durante el confinamiento. Mejor aún, de uno de los anhelados conciertos en el cara a cara de la escena. La presencia de la música en redes se ha intensificado, pero los músicos populares y aficionados a la música en vivo son conscientes de que la experiencia musical cara a cara es insustituible. Echamos de menos la música en acción; la proximidad, el ritmo, la improvisación, el riff, la creación, el disfrute, la escucha, el estado de reflexión y embriaguez. Callejear de madrugada. Pero la realidad conocida de la escena, típicamente densa y dinámica, de momento sigue distante.

 

Para los músicos de blues, acostumbrados a pelear la continuidad regular de bolos, el reto profesional es doblemente difícil. Puestos a imaginar, apostaría por desarrollar alguna de las ideas que ya se han insinuado en distintos países. Llevar la música al espacio público, a plazas, parques, esquinas y terrazas. Construir un circuito que recupere la presencia de la música en las calles y barrios. Recordar la fuerza y el júbilo que impulsaron “Dancing in the Street” (Martha & The Vandellas). Junto a ello, se desplazarían barras a aceras y calzadas, como en fiestas y fallas. Se reducirían ruidos y humos de tráfico. Se apostaría sin ingenuidad y compromiso por el poder transformador y multidimensional de la cultura. Para músicas populares como el blues, la vuelta musical a las esquinas –ya vigiladas antes de la pandemia– supondría un movimiento circular en su historia, un regreso y guiño circunstancial a aquellas imágenes rurales y urbanas que siguen definiendo el imaginario del género.

 

La quimera compartida nos recuerda que, pese al romanticismo asociado a la idea del músico popular, los músicos que habitan diariamente estas escenas son trabajadores y currantes antes que genios autónomos. Desarrollan estilos de vida alternativos y se incorporan a una herencia marginal y outsider, que exige firme dedicación y compromiso, que obtiene su mayor recompensa en el encuentro profesional con músicos, garitos y públicos. A partir de “Dark Was The Night (Cold Was The Ground)” (Blind Willie Johnson), el autor afroamericano Cornel West expresa con claridad el gran reto colectivo que late en el sentido del blues, cuando explica que tiene que ver con la catástrofe sobrevenida y con nuestras reacciones ante ella: “no hay triunfo negro, hay sonrisas negras, estilos negros, resistencia negra. El blues te presenta la verdad sobre tu herida, la verdad sobre tus golpes, la verdad sobre tus cicatrices: ¿vas a responder con una nueva energía, un nuevo nombre, una nueva canción…?”

 

Junto a la escena de blues y la escena e industria musical en general, el blues del confinamiento tiene demasiados ángulos y aristas. Incluye las pérdidas, las muertes, las enfermedades y los confinamientos. Todos los deseos y anhelos perdidos, la nostalgia de lo ocurrido, de lo imaginado, de lo que nunca sucedió; la celebración y la necesidad de sobreponerse. De acuerdo con la tradición, el blues en tanto situación o estado de ánimo se supera con más blues –música intensamente expresiva, catártica, cuyas voces, ritmos y juego dialógico atrapan y transforman al destinatario que se entrega. En esa dualidad y carácter agridulce reside gran parte de su magia. Músicos, programadores y aficionados alrededor del mundo esperan que vuelva la música en vivo, esperan que vuelva su escena, su mundo, para poder sentirse de nuevo en casa.

 

Josep Pedro es autor de numerosos artículos centrados en el panorama del blues. En 2018 obtuvo el doctorado en periodismo por la Universidad Complutense de Madrid con la tesis «Apropiación, dialogo e hibridación: Escenas de Blues en Austin y Madrid» obteniendo la clasificación de sobresaliente cum laude.

Fotografía de Joaquín García
Fotografía de Joaquín García

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